Ignorantes
del cultivo de la
tierra,
la pesca
en alta mar,
las pinturas rupestres
y la lectura
de los astros
grabados en el cielo,
aquellos hombres
vivían
de recoger
la savia del viento,
la tinta
sombría
de la noche,
la simiente del fuego,
y moldeaban con ellos
extrañas esculturas
suspendidas
en el aire callado
como ingrávidos
peces.
Desde el ocaso
hasta el alba
azarosa y tenue
del otoño,
ellos se abocaban
a esculpir el rocío
y cincelar la brisa
con celo de alfarero
pertinaz
y soplo de Dios Padre
sobre el barro
incipiente.
Acróbatas del humo,
sus tallas suplicantes
reproducían
la agrietada piel del
llanto.
Ellos esgrimían
sus cinceles
de hielo inexplicable
y moldeaban
el pasto de la lluvia,
los párpados
del agua rumorosa,
los
caballos
que galopan
en la tarde imprecisa
y hasta el murmullo
de los duendes oscuros
que viven en tus ojos
y nos trenzan los
labios,
los dedos,
los silencios
cuando la luna
absorta
se nos funde en un
beso.
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